31.1.12

Comunicar, es saber escuchar

El silencio es presencia, acogida, atención, reflexión, resonancia, interiorización del Misterio, espacio de libertad para la actuación del Espíritu. Para descubrir la riqueza del silencio es necesario saber callar, saber escuchar, saber  recogerse y hacer vacío, dejar que resuene interiormente la palabra escuchada o leída, la fascinante  imagen visual o la misma plegaria de la comunidad.


Comunicar, es saber escuchar

† Juan del Río Martín
Arzobispo Castrense de España

Jueves, 26 de Enero de 2012 11:08
arzobispadocastrense.com

Apuntes para la vida

Nos encontramos en la “contra-cultura del ruido”: el silencio se ha convertido en un bien escaso, costoso y poco apreciado. Benedicto XVI nos sorprendió en el día de san Francisco de Sales, patrón de los periodistas, con un original mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones, donde pone de manifiesto que los nuevos evangelizadores serán buenos comunicadores si saben integran “silencio y palabra” como elementos integrantes y necesarios en el anuncio de la Buena Noticia en la actual cultura mediática.

La comunicación moderna está saturada de verborrea. En las innumerables tertulias sobre cualquier tema, los participantes se pisan unos a otros en el tomar la palabra, la fragmentación del discurso es patente, y la síntesis final es difícil de hacer o no interesa a nadie. Como dice el Papa: “el hombre no puede quedar satisfecho con un sencillo y tolerante intercambio de opiniones escépticas y de experiencia de vida”. El cruce de opiniones debe estar motivado por la búsqueda de la verdad y ello exige el silencio para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial. “Por esto, es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de ecosistema  que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos”.   

Eso mismo es necesario recuperarlo a nivel religioso y litúrgico donde digamos que “el micro” lo invade todo, ahogando la participación personal y profunda de cada uno. ¿No se habrá olvidado que el Concilio nos dice que el silencio es parte de la celebración (SC 30)? A veces, el mismo silencio es la mejor oración y el  discurso más elocuente. Precisamente la comunicación más válida surge desde el silencio.

El silencio es concentración, inmersión en sí mismo, unificación de todos los niveles del ser, porque desde la dispersión de la propia persona no se puede decir nada que valga la pena. Hay un silencio vacío que dice ignorancia, aburrimiento, apatía, miedo, cobardía... Y hay un silencio fecundo  que proclama presencia, apertura, paz, maduración, espera. De ahí, brota la verdadera comunicación tan necesaria en la sociedad de la Red. Pero también, en este preciso reencuentro con el silencio sonoro de la escucha, surge la experiencia íntima y personal que se llama oración,  que no es otra cosa que entrar en comunicación con Dios.

El silencio no es sólo callar. No es pasividad, ni indiferencia o ausencia. No es un sedante psicológico. El silencio es presencia, acogida, atención, reflexión, resonancia, interiorización del Misterio, espacio de libertad para la actuación del Espíritu. Para descubrir la riqueza del silencio es necesario saber callar, saber escuchar, saber  recogerse y hacer vacío, dejar que resuene interiormente la palabra escuchada o leída, la fascinante  imagen visual o la misma plegaria de la comunidad.

Ahora bien, para orar no basta callar exteriormente. Es el silencio interior el que permite entrar en uno mismo, meditar, concentrarse, de modo que la voz del Espíritu pueda tener plena resonancia en nosotros. Es mayor estorbo el ruido interior que el exterior, porque sucede como al caminar: molestan más las piedras dentro del zapato que las del camino.    ¿Qué es el silencio interior? Es un estado del alma que, de alguna manera, está emparentado con la relajación anímica que piden los maestros orientales de la meditación y con el silencio de los sentidos del que hablan los místicos. La autentica comunicación del predicador o del orante es cuando la palabra nace de lo profundo de uno mismo. Por ello,  es necesario descender a un nivel bastante más serio que el de la mera formalidad exterior, que se contenta con repetir unas fórmulas.

Tener opiniones sobre algo, no es lo mismo que expresar  un pensamiento que requiere la simbiosis de “silencio y palabra” que nos habla el Papa. Así como, decir “oraciones” no es lo mismo que “hacer oración”. Sólo el que sabe callar le es posible escuchar la voz del otro y entablar un diálogo auténtico. Moisés dijo al pueblo: “Guarda silencio y escucha, Israel: y escucharás la voz del Señor tu Dios” (Dt 27,9). Después del ajetreo de una salida apostólica, Jesús invitó a sus discípulos al retiro: “Venid, vosotros solos, aparte, a un lugar solitario, y tomad un poco de reposo” (Mc 6,31). De esta contemplación nace con toda su fuerza interior la urgencia de la misión, la necesidad imperiosa de “comunicar aquello que hemos visto y oído”, de que Dios es amor y nos envío su Palabra de amor y nos sostiene en su Espíritu de amor. ¡Esta es la gran Noticia que vence al mundo!

  

31.5.11

Misión compartida II

¿Tiene la iglesia o las iglesias el monopolio de la misión? ¿No es la misión algo mucho más fundante y amplio? ¿No será “el movimiento de los pueblos, de los grupos proféticos de cualquier tipo, hacia el reino de Dios? 

vidimusdominum 
En misión compartida (2ª parte)

REFLEXIONES - Habría un nuevo sentido de “misión compartida”, en la cual lo que más resalta no es lo carismático y peculiar del instituto, sino la “misión eclesial” en cuanto tal, o incluso la “misión”. 
La misión, así entendida nos supera a todos. 

Nadie tiene el monopolio de ella. Por lo tanto, nadie se arroga el poder de permitir a otro compartir la misión. Todos la comparten en clave de igualdad, pero desde funciones y carismas diferentes. 

Es obvio que no actúa en la misión de la misma forma el presbítero que el laico, el religioso que pertenece a una comunidad que la persona casada que pertenece a una familia o el soltero. Es claro que en esta última acepción, la “misión compartida” no tiene un predeterminado color carismático: no es jesuítica, ni salesiana, ni claretiana. Ese tono carismático puede estar dentro pero diluido con otros tonos. Nadie puede imponer una identidad carismática. Diríamos que ahí la misión tiene una identidad carismática “compleja”, no única. 

De aquí surgen algunas preguntas: 
¿estarán los institutos de vida consagrada dispuestos a diluir de esta forma su aportación carismática a la misión de la iglesia? 
¿Sería eficaz y práctico un modelo así de misión compartida? 
¿No llevaría a la anarquía y a la disolución a la corta o a la larga? 
¿No será mejor una distribución de tareas, de competencias, y mantener el modelo uni-carismático de misión compartida, en lugar del modelo católico de misión compartida? 

Más allá del modelo carismático: hacia la misión eclesial compartida 
Para el modelo católico la misión no es monopolio de ningún grupo en la iglesia. Se rige por el principio conciliar: “Est in Ecclesia unitas missionis, pluralitas autem ministerii (“Hay en la Iglesia unidad de misión, pero pluralidad de ministerio)” (AA, 2). Si en la iglesia la misión es una sola y lo que es plural son los servicios y ministerios a través de los cuales, la misión se realiza en cada tiempo y lugar, entonces no podemos ni debemos hablar únicamente de misión compartida en sentido carismático, sino sobre todo en sentido católico. Por lo tanto, es inadecuado hablar de la misión que llevan adelante los agustinos, o los carmelitas, o los presbíteros diocesanos, o los obispos, o las religiosas de clausura, o los laicos comprometidos. La misión es una sola. La llevamos adelante todos, todos los bautizados, todas las iglesias particulares, la iglesia universal. 

Jesús no nos confió diversas misiones. El Señor Resucitado nos confió una sola misión, una gran Misión, en la que habríamos de participar todos los que creamos en Él a través de los siglos y de los espacios. 
Por lo tanto, que nadie, ni persona, ni grupo, hable de “su” misión. Lo único de lo que está autorizado a hablar con verdad es de su forma peculiar de colaborar y servir a la única misión de la Iglesia. Y, para que esto sea así, se hace necesario integrarse en el cuerpo eclesial, compartir con todos la única misión. Cada creyente, cada grupo, aporta su propio don, su peculiar servicio, sus carismas y ministerios. 

Más allá del modelo católico: hacia la misión ecuménica, misión del Reino de Dios 
Podríamos dar un paso más adelante y preguntarnos: ¿tiene la iglesia católica el monopolio de la misión? Esta pregunta es especialmente importante en este tiempo en que la humanidad es cada vez más consciente de su misión a través de múltiples recursos, grupos, culturas, religiones y naciones. El panorama mundial es plural desde muchísimas perspectivas. 

El tema de la única misión nos confronta ineludiblemente con el ecumenismo interconfesional e interreligioso. Con toda verdad, debemos decir, afirmar, que la única misión de la iglesia no se confunde con la misión de la iglesia católica, sino con la misión de la Iglesia en sus diversas denominaciones. Entendernos y sentirnos como “hermanos” los miembros de todas las confesiones cristianas es un gran paso hacia la consecución de la misión única. La única misión de la Iglesia no es ecuménica, sino que debe partir del ecumenismo: “que sean uno para que el mundo crea”. 

¿Se diferencia nuestra misión radicalmente de la misión que las grandes religiones quieren realizar en este mundo? ¿Y qué decir de tantos hombres y mujeres de buena voluntad que, o bien se han alejado de la fe cristiana o religiosa, o que viven en el indiferentismo religioso, en el agnosticismo o en el ateísmo? 
¿Están todas estas personas, a veces grandes pensadores, artistas, políticos etc. al margen de la misión? 

Algunos teólogos, yo creo que con gran acierto, han dicho que hay algo más profundo y amplio que la misión de la iglesia o eclesiástica y es la misión del Reino de Dios. En esa misión participan y se sienten llamados a participar todos los hombres y mujeres de buena voluntad. La misión del Reino de Dios es única; pero se realiza a través de múltiples servicios y ministerios; es sagrada y secular, escatológica e histórica, trascendente e inmanente. 

Esta es la misión que el Abbá creador confió al ser humano, a los seres humanos, desde el inicio de la creación del Mundo. Esta es la misión relanzada por Jesús de Nazaret, el Hijo del Dios Creador, al inaugurar el Reino y al morir en sacrificio por la llegada e instauración del Reino y enviar el Espíritu a la tierra, a toda la tierra, a toda carne. 

Si esto es así ¿tiene la iglesia o las iglesias el monopolio de la misión? ¿No es la misión algo mucho más fundante y amplio? ¿No será “el movimiento de los pueblos, de los grupos proféticos de cualquier tipo, hacia el reino de Dios, tal como Michael Amaladoss lo describe? “Misión compartida” significa, entonces participar del movimiento de los pueblos hacia el Reino de Dios y colaborar con hombres y mujeres de buena voluntad –desde el propio don- en todo aquello que sea necesario para acelerar el movimiento o sostenerlo. 

En ese movimiento conjunto cada grupo, cada ser humano, cada religión, cada confesión cristiana, la Iglesia católica y dentro de ella cada grupo carismático, aporta el don que le ha sido concedido. A nosotros, los cristianos nos ha sido concedido el don de un Revelación, destinada a todos los seres humanos, nos ha sido concedido la conciencia y la vivencia de la Alianza definitiva de Dios con la humanidad, en Cristo Jesús y en el Espíritu, que por desgracia todavía muchos seres humanos desconocen y, por lo tanto, no actualizan en su vida. Por eso, nosotros, como Iglesia, queremos entrar en la gran red de la única misión para ofrecer humildemente pero también con la gran convicción de nuestra fe y esperanza y amor, el gran don que nos ha sido concedido para que sea gratuitamente compartido por todos. 

Escrito por José Cristo Rey, cmf
www.vidareligiosa.es
Publicado: 27/05/2011

Misión compartida I



El adjetivo “compartida” añadido a la palabra “misión” nos centra en un aspecto sumamente importante de la vida actual de la Iglesia: que la misión es mucho más eficaz y esplendorosa, cuando es realizada por una orquesta de carismas, y no cuando es llevada a cabo por individualidades; que solo entonces la misión tiene el rostro, la configuración que Jesús soñó para ella. 

vidimusdominum 
En misión compartida (1ª parte) 
REFLEXIONES - “Misión compartida” es una expresión relativamente nueva dentro del lenguaje de la iglesia y de nuestros Institutos[1]. Los adjetivos que hemos dado al sustantivo “misión” en los años posconciliares han sido otros: “evangelizadora”, salvadora, salvífica, “liberadora”, profética, apostólica, eclesial, “ad gentes”, parroquial, popular, urbana, misión laical o de los laicos, carismática, presbiteral, misión de todo el pueblo de Dios, de la Iglesia, misión universal, misión educativa, misión específica o peculiar… Solo en éstos últimos años hemos comenzado a hablar de “misión compartida”. 

Esta nueva perspectiva no es una mera ocurrencia. Tiene su sentido. Nos preguntamos, entonces, ¿a qué se debe este nuevo adjetivo? ¿Qué hace necesaria esta forma de hablar? 

Lo que hay detrás del nuevo lenguaje “misión compartida” 
Cuando cambia el lenguaje, algo está cambiando en nuestra vida, en nuestra actuación. Nuestra forma de vivir y actuar configura el lenguaje y el lenguaje configura la forma de vivir y actuar. Por eso, Wittgenstein entendía el lenguaje como actividad, quehacer en el mundo, forma de vida. La lengua es inseparable de la vida, del quehacer. Son los pueblos que hacen la historia, los que, en virtud de esta inserción de la lengua en el quehacer, inventan las palabras correspondientes a su acción. En cada época se habla de una determinada manera. Los medios de comunicación utilizados en cada sociedad, le imprimen una fisonomía propia. 

Tenemos la convicción de que para obtener cambios en la iglesia, en la sociedad hemos de maniobrar en el lenguaje. El lenguaje construye la realidad de cada individuo y lo define dentro de la cultura del grupo en el que vive, familiar, popular, político, eclesial. ¡Eso es lo que ocurre con la expresión “misión compartida”! 
El adjetivo “compartida” añadido a la palabra “misión” nos centra en un aspecto sumamente importante de la vida actual de la Iglesia: que la misión es mucho más eficaz y esplendorosa, cuando es realizada por una orquesta de carismas, y no cuando es llevada a cabo por individualidades; que solo entonces la misión tiene el rostro, la configuración que Jesús soñó para ella. 

La iglesia lo ha reconocido en estos últimos años. En todos los Sínodos de Obispos dedicados a las diversas formas de vida cristiana, se ha puesto de relieve la necesidad de colaborar todos en la misión: Christifideles laici, ministros ordenados, consagrados. La Iglesia sabe que la diversidad de carismas y ministerios, armonizados en la misión, es fuente de vida y de transformación. La iglesia actual está valorando la diversidad y está diseñando – con mucho más conocimiento de causa, que en el mismo concilio Vaticano II- la eclesiología de la comunión. 

Dos modelos de misión compartida: católico y carismático 
Cuando entendemos que la Iglesia es un cuerpo, una comunidad de vida (biocenosis), comprendemos tambièn que todo en ella acontece y tiene éxito cuando se vive y realiza en comunión de unos miembros con otros y unos vivientes con otros. ¡Esta es la raíz de la misión compartida! ¡La vida compartida! Hoy sabemos que no se vive la existencia cristiana en compartimentos estancos, en estados de vida cristiana bien delimitados y separados. Al contrario, la eclesiología de la comunión nos pide el mutuo reconocimiento y la mutua relación para descubrir no solo las otras formas de vida, sino para encontrar la auténtica identidad de nuestro peculiar don. 

La eclesiología de comunión nos pide hacer de la vivencia de la fe una auténtica con-vivencia, de la vocación una auténtica con-vocación, de la espiritualidad una auténtica espiritualidad común, del sacerdocio un sacerdocio común, de la misión, una misión compartida.

A este primer modelo de misión compartida podríamos denominarlo “católico”. Utilizo esta denominación en su sentido más propio: es la misión realizada “según todo”, “según la totalidad”, contando con todas las formas de vida cristiana, con todas las confesiones cristianas, con todo el pueblo de Dios. 

Nos hemos visto obligados –para mantener las obras recibidas-, a contar con otras personas para llevarlas adelante. Poco a poco, silenciosamente, hemos ido encontrando las personas adecuadas para asumir las funciones que en otro tiempo recaían exclusivamente sobre los mismos religiosos o religiosas. El proceso sigue su curso y se prevé que en poco tiempo la presencia de que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada en nuestras obras propias será cada vez menor. Tanto en nuestros centros de evangelización, como de educación, salud o marginación, como en otras actividades misioneras (misiones populares, justicia y paz, actividades itinerantes no llevadas de forma más individual), se hace cada vez más necesario “contar con otros”. Es justo y honesto reconocerlo. Es justo y legítimo que así sea. 
Este ha sido un tiempo propicio también para descubrirnos más fuertemente como “familia carismática”. Hemos reconocido que no tenemos “en monopolio” el carisma de nuestros Fundadores y Fundadoras. Lo compartimos con otras personas que también lo reconocen como Fundador e inspirador. Más todavía, crece el número de personas, pertenecientes a otras formas de vida cristiana que se adhieren a nosotros, para compartir nuestro carisma, nuestra espiritualidad y nuestra misión. 

Por todo esto, hablamos de “misión compartida”. Se trata, de misión compartida dentro del carisma colectivo y de su función en la iglesia y la sociedad. Es la “misión compartida” propia de toda Familia religiosa o carismática, que, aunque reconocida a nivel teórico, me parece que apenas funciona prácticamente. Y es también la “misión compartida” con los laicos a quienes ofrecemos colaborar y participar –según diferentes grados, determinados por nosotros, los que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada- en nuestras propias obras y proyectos apostólicos, para poder realizar con “otros”, con ellos, lo que nosotros llevamos entre manos. 

“Misión compartida”, no tiene entonces un sentido meramente eclesiológico y abierto, sino cerrado o delimitado: compartir la misión peculiar y carismática llevada adelante por los que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada. A este segundo modelo de misión compartida podríamos denominarlo “carismático”. Utilizo esta denominación en su sentido colectivo. 
Con todo, también hemos asumido el modelo católico de “misión compartida”, en línea con el Vaticano II y el caminar de la iglesia posconciliar. Por eso, hemos optado por desclericalizar nuestra misión, nuestro estilo de vida. Hemos asumido con mucha seriedad la creación de un estilo participativo, auténticamente comunitario y dialogante. 

El funcionamiento, tanto del modelo católico como del modelo carismático de “misión compartida”, es desigual. Depende del grado de participación que de hecho tengan las diversas formas de vida. Veámoslo: 

◦la coadjutoría: los laicos son llamados a ofrecer servicios puntuales, sin participar auténticamente; son únicamente meros coadjutores de nuestras tareas, bien sea eclesiales (en el modelo católico), bien sea carismáticas (en el modelo carismático); 
◦la colaboración: los laicos son llamados a participar en nuestra misión de manera cualificada; con ellos se dialoga, se proyecta, se llevan a cabo las iniciativas; pero los presbíteros dirigentes (en el modelo católico) o el instituto (en el modelo carismático) se reservan el derecho a diseñar la línea que hay que seguir: ellos son los responsables, institucionales y económicos, de todo; los laicos son colaboradores, pero no tienen ningún derecho de propiedad sobre la misión; 
◦co-participación: desde la perspectiva del modelo católico, se reconoce que en base a nuestro común bautismo-confirmación, todos somos sujetos de la vida y misión de la iglesia, dotados de la misma dignidad y responsabilidad; por lo tanto, nadie puede monopolizar la misión; todos somos sujetos de ella, si bien, cada uno desde su propio carisma y ministerio. Desde el modelo carismático, se reconoce también que el don carismático del Instituto ha sido concedido a otros creyentes que no pertenecen a la vida religiosa, a hombres y mujeres de la forma de vida seglar y laical; desde ese planteamiento común –compartir el mismo carisma- se dan pasos para formar una auténtica familia y compartir la misión carismática en plan de igualdad, de mutua colaboración y referencia. 
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[1] Vita Consecrata en el n. 42 habla de “vida compartida” hablando de la comunidad, pero nunca de “misión compartida”.

Escrito por José Cristo Rey, cmf
www.vidareligiosa.es
Publicado: 26/05/2011