"La vida consagrada en cuanto tal tiene su origen en el propio Señor que escogió para sí esta forma de vida pobre, virgen y obediente. Por esto la vida consagrada nunca podrá faltar ni morir en la Iglesia. Fue querida por el propio Jesús como una parte necesaria de su Iglesia”.
LA VIDA CONSAGRADA
MIRA AL FUTURO CON ESPERANZA
MIRA AL FUTURO CON ESPERANZA
Josep María Abella, CMF
Vice-presidente de la USG
Vice-presidente de la USG
Les decía el Papa Benedicto XVI a un grupo de obispos de Brasil en visita “ad limina apostolorum” el pasado día 5 de Noviembre: “Ante la disminución de los miembros de muchos Institutos religiosos y ante su envejecimiento, evidente en algunas partes del mundo, muchos se preguntan si la vida consagrada constituya todavía una propuesta capaz de atraer a los y las jóvenes. Sabemos, queridos Obispos, que las diversas familias religiosas, desde la vida monástica hasta las congregaciones religiosas y sociedades de vida apostólica, desde los institutos seculares hasta las nuevas formas de vida consagrada, tienen su origen histórico; pero la vida consagrada en cuanto tal tiene su origen en el propio Señor que escogió para sí esta forma de vida pobre, virgen y obediente. Por esto la vida consagrada nunca podrá faltar ni morir en la Iglesia. Fue querida por el propio Jesús como una parte necesaria de su Iglesia”. Esta familia de consagrados que encarnan hoy esta forma de vida cristiana está constituida por cerca de un millón de hombres y mujeres en la Iglesia, presentes en todos los continentes al servicio de las Iglesias locales y de los pueblos a los que éstas sirven y anuncian el Evangelio.
¿Cómo viven hoy estos hombres y mujeres la vocación que han recibido? ¿Qué les preocupa? ¿Qué les motiva? ¿Dónde encuentran el manantial del agua que mantiene viva la semilla de la vocación recibida y permite que produzca frutos para la iglesia y para el mundo? ¿Qué problemas deben afrontar para vivir con fidelidad la misión que les ha sido confiada? Los consagrados intentan vivir con radicalidad la doble referencia que define la vida cristiana: la referencia a Dios y la referencia a la humanidad y a toda la Creación en general. En el Congreso sobre la vida Consagrada, que en el año 2004 reunió en Roma a más de 800 religiosos y religiosas de diversas partes del mundo, lo condensamos en una frase que ha acompañado nuestro caminar en estos últimos años: la vida consagrada es un modo de vivir que expresa “la pasión por Cristo y la pasión por la humanidad”.
Se trata de una vida consagrada que se vive en un lugar determinado y que, naturalmente, se siente interpelada y afectada por los rasgos sociales y culturales de cada lugar. Insertas en las iglesias particulares, las personas consagradas intentan entrar en un verdadero diálogo de vida con aquellos con quienes comparten la gozosa y no siempre fácil tarea de construir un mundo “según el corazón del Padre”.
En este diálogo de vida miramos el mundo y nuestro corazón se llena de sentimientos contrastantes: alegría y dolor, esperanza y frustración, voluntad de actuar y cierto temor ante los riesgos que ello conlleva. La vida de los hombres no deja nunca indiferentes a quienes invocamos a Dios como “Padre” y nos sentimos, por ello, verdaderamente hermanos. Contemplando esta realidad nos sentimos llamados de nuevo a ser testigos y mensajeros del Dios de la vida, a serlo decididamente hoy y en cada uno de los lugares donde vivimos y trabajamos. Ante esta misión nos sabemos, sin embargo, pequeños y débiles. Nos acechan innumerables desafíos que cuestionan nuestra capacidad de asumir la misión que nos ha sido confiada. Necesitamos hondura espiritual y apoyo de la comunidad para vivir nuestra vida desde las exigencias de la consagración que la ha marcado indeleblemente. Con frecuencia experimentamos el cansancio y sucumbimos a la tentación de la mediocridad. Pero seguimos sintiendo la llamada y nos fascina la belleza de una vida entregada al servicio del proyecto de salvación que Jesús nos ha revelado y por el que Él mismo ha dado su vida. Sentimos que vale la pena vivir como consagrados.
A través del camino de reflexión y discernimiento que han supuesto, sobre todo, los Capítulos Generales del período posterior al Concilio Vaticano II, hemos comprendido que es necesario reavivar el fuego interior que da sentido a nuestra vida y dinamismo al compromiso apostólico. Esta fue la experiencia de nuestros Fundadores y Fundadoras y ésta ha sido la experiencia de muchos hermanos y hermanas nuestros que son hoy puntos de referencia para todos nosotros. Sabemos muy bien que sin este fuego nuestras vidas no serán capaces de transmitir luz ni calor. Sin él nuestro trabajo y nuestras instituciones no serán capaces de comunicar el Evangelio del Reino. Sin él nuestros procesos formativos no serán más que itinerarios de capacitación profesional más o menos logrados. Sin este fuego la preocupación que podamos tener por los recursos económicos necesarios para sustentar la vida y las actividades de nuestras Órdenes e Institutos no se va a diferenciar mucho de la de cualquier otro grupo humano. Nos hemos empeñado en un proceso serio de renovación que beneficia también a toda la comunidad eclesial y estamos contentos de haberlo hecho. Lo hemos hecho en obediencia a la Iglesia y muy atentos a sus orientaciones.
Todo ello ha dado lugar a una espiritualidad más bíblica y litúrgica que ha sabido integrar la llamada que llega de las realidades de nuestro mundo. El retorno a las fuentes de nuestros carismas nos ha permitido releerlos y buscar en ellos nuevas pistas de respuesta a los desafíos de este momento histórico. Se ha revitalizado la experiencia de fraternidad cuidando más la relación entre las personas que la forman. La obediencia se vive más claramente como sumisión absoluta al proyecto de Dios y búsqueda de su voluntad sobre la comunidad y cada uno de sus miembros. Hemos intentado leer con atención los signos de los tiempos y emprender procesos serios de discernimiento. Nos hemos desplazado hacia nuevos lugares de misión y la opción por los pobres ha sido una motivación constante en nuestros proyectos misioneros y en la búsqueda de las nuevas ubicaciones. El compromiso por la Justicia, la Paz y la Integridad de la Creación es ya un elemento incuestionable en los proyectos pastorales de nuestros Institutos.
De todos modos, desde diversas instancias se cuestiona el estado actual de los Institutos de vida consagrada e, incluso, se aventuran previsiones sobre la desaparición de muchos de ellos. Es cierto que la vida consagrada, como cualquier otra realidad, está llena de luces y sombras. Lo es también que mientras la vida consagrada es esencial a la Iglesia, los Institutos pueden desaparecer, como, de hecho, ha sucedido a lo largo de la historia. Algunos han vivido ya esa experiencia evangélica de ser semilla que muere dando vida. Lo que hay que analizar son los criterios desde los que se evalúa el estado de la vida consagrada y se hacen las previsiones sobre su futuro. Estas valoraciones son más pesimistas cuando se refieren a la vida consagrada en aquellos continentes y países donde las estadísticas nos están ofreciendo números que delatan una disminución notable de sus miembros. Europa es seguramente el lugar más emblemático en este sentido. Y, en este caso, se señala como una de las razones más importantes del descenso de los efectivos de los Institutos la falta de resistencia al proceso de secularización que ha ido marcando progresivamente el ambiente cultural del continente.
Es importante aclarar, sin embargo, que la secularización es un proceso de largo alcance que afecta a todas las personas, incluidos todos los creyentes cristianos, y que tiene también su vertiente positiva; implica el reconocimiento de la libertad, de la dignidad, de la autonomía del hombre y sus derechos. La secularización es una gran oportunidad de purificación de la imagen de Dios y de las funciones de lo religioso. Purifica lo religioso de la manipulación social, política, ideológica. Sitúa lo sagrado y lo santo allí donde lo coloca el evangelio y la experiencia de Jesús. La secularización se hace negativa cuando renuncia al contacto con Dios y a vivir aquí y ahora la vida inconmensurable de Dios. A partir de este momento ofusca el horizonte de la vida del ser humano y lo encierra en un espacio donde se hace difícil la experiencia del amor de Dios que capacita para amar y que llena de sentido y esperanza la vida de las personas. Es verdad, los procesos de secularización han afectado a las personas consagradas. La secularización no es solo un problema pastoral, sino que lo es también existencial porque entra dentro de nosotros con el aire que respiramos. Ahora bien, no creo que la mayoría de los religiosos y religiosas haya sucumbido ante este desafío. Al contrario, precisamente por haber pasado por el cuestionamiento tan a fondo que ha supuesto el proceso de secularización experimentado especialmente en occidente, la experiencia de fe y la opción por el seguimiento de Jesús del religioso se ha hecho más madura y su compromiso se ha expresado con mucha más libertad. La vida consagrada quizás no cause tanta “admiración” (no son tan visibles los conventos y los hábitos), pero ha seguido tocando muchas vidas y siendo fermento de renovación dentro de la iglesia y de transformación en el mundo. Sigue dando testimonios martiriales que avalan la profundidad del compromiso. La vida consagrada quiere ser capaz de seguir provocando la pregunta sobre Dios, pero quiere y debe hacerlo de modo que sea inteligible a los hombres y mujeres de las sociedades secularizadas. La centralidad del tema de la espiritualidad en la reflexión de todos los Capítulos Generales es un testimonio de la seriedad con que los consagrados han asumido esta dimensión tan fundamental de su vida. La espiritualidad se ha encarnado mucho más en la vida y hemos comprendido que la conexión con el misterio de Dios no se da solo en los espacios sacrales, sino allí donde nuestro Dios se encarna: “lo que hicisteis a uno de estos mis pequeños hermanos, a Mí me lo hicisteis”.
Nuestras Órdenes y Congregaciones nacieron con una vocación radical de servicio en los distintos momentos de la historia. Se trata de un servicio que se expresa a través de lo que somos y de lo que hacemos. El ser marca el hacer y determina el qué y cómo se hace. Los Institutos no se originan en función del hacer, aunque respondan a necesidades apremiantes del momento histórico que les ve nacer. Cada uno de ellos se articula en torno a las tres dimensiones fundamentales de la vida eclesial (la fraternidad, la celebración y la misión) y las integra desde el carisma específico recibido por el Fundador y sancionado por la Iglesia. Este carisma marca el modo de vivir la vida cristiana de los llamados a una determina comunidad y va más allá del trabajo específico que les ha sido confiado. Es un aspecto importante porque la vocación de un Instituto no se define desde la “funcionalidad” (lo que hizo en un determinado de la historia o ha seguido haciendo durante mucho tiempo), sino desde el “profetismo” (una lectura de la realidad desde Dios que inspira una acción que va renovándose según las condiciones cambiantes de los tiempos y los lugares). Nuestra mirada ha estado siempre fija en las fronteras geográficas, culturales y sociales de la misión y ha sabido recoger los reclamos que llegaban desde los márgenes de la sociedad. La vida consagrada ha vivido con pasión esta misión profética, como lo reconocía y agradecía el Sínodo sobre la Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia. ¿De dónde nace la generosidad de tantos religiosos y religiosas para seguir siendo enviados? Mientras ésta exista hay señales de vida, y de vida fecunda.
Los religiosos y religiosas hemos aprendido a escuchar las voces que nos llegan del mundo y a tomarnos en serio las preguntas que nos plantean. Nos hemos esforzado en buscar, desde nuestros respectivos carismas, respuestas nuevas que sean comprensibles a la gente y a decirlas en un lenguaje que les llegue al corazón y a la vida. Nuestras comunidades son más abiertas y el contacto con tanta gente nos ha ayudado a descubrir la acción del Espíritu en todos los ámbitos de la comunidad eclesial y también fuera de ella. Nos ha hecho mucho bien esta aportación de nuestros hermanos y hermanas laicos. La nueva conciencia de los laicos acerca de su vocación y misión en el pueblo de Dios que, con el Concilio Vaticano II, surgió con fuerza en la Iglesia ha sido una bendición y nunca podrá representar un peligro para los religiosos. En la comunión de carismas y formas de vida redescubrimos todos la belleza y el sentido de la propia vocación y aprendemos a crecer juntos en el seguimiento de Jesús según la forma de vida a la que cada hemos sido llamados y a asumir la parte que nos corresponde en la realización de la misión confiada a la Iglesia por su Señor. Si un Instituto desaparece no es porque ya otros realizan lo que sus miembros habían estado haciendo. Hay otros factores que entran en juego y que van desde la falta de capacidad para encontrar, desde el carisma propio, respuestas nuevas a los nuevos desafíos de la realidad, hasta la conciencia de que ya, en el plan de Dios, cumplió su misión y fue portador de vida para muchos.
Nos sentimos en “misión compartida”. Precisamente de trata de una realidad que surge de esta visión de la Iglesia en que los carismas y los ministerios, y las formas de vida que suscitan, se relacionan en una profunda experiencia de comunión, que las hace mutuamente fecundas y portadoras de vida para el mundo. La “misión” es el sustantivo, “compartida” es el adjetivo que nos indica un modo de entenderla y realizarla. Se trata de esa misión que “pertenece a todos” y a la que nosotros nos sumamos desde nuestra vocación específica. Es “nuestra” misión, pero con un “nosotros” que supera los límites de nuestros Institutos. Es, ante todo, la misión de la Iglesia que, fiel al mandato de Jesús, sigue anunciando el Evangelio del Reino a todos los pueblos. Es más, se trata también de la misión que Dios confió a toda la humanidad de tener cuidado de su creación y de construir una historia fraterna y solidaria. A esa misión “nos sumamos” gozosos los consagrados y le aportamos nuestros propios carismas. La colaboración corresponsable con los laicos y con otras personas nunca se traduce en factor desestabilizador para nuestros propios Institutos. Lo sentimos como bendición, jamás como amenaza.
La vida religiosa no sólo se ha ido hacia la periferia, sino que está intentando pensarse desde la periferia -geográfica, social y cultural- para poder ser, como dijo el mismo Papa, “palabra de Dios para los hombres y mujeres de nuestro tiempo”. Sabemos que se trata de una “palabra” que deberá ser corregida mil veces, pero que quiere ser fiel a la Palabra de vida escuchada que le ha dado origen y le da sentido.
De todos modos, somos menos y llegan menos a llamar a nuestras puertas. Curiosamente esto nos está conduciendo a la experiencia de pequeñez del origen de nuestras propias Congregaciones y nos está haciendo más humildes. No le tenemos miedo al futuro, porque nos sabemos cada vez más en manos de Dios, a pesar del ambiente tan secularizado del mundo que nos rodea. En otros lugares estamos creciendo, pero nadie nos asegura que los cambios sociales y culturales, previsibles también allí, no puedan cambiar esta tendencia en el futuro. Nuestro compromiso es el de acompañar estas nuevas vocaciones a la experiencia del Dios-Abbá, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que pide purificar imágenes y motivaciones y clarificar las opciones de vida. Este es el fundamento sobre el que se ha construido la vida consagrada a lo largo de los siglos y es el único que puede garantizar un futuro en fidelidad a este carisma, tan esencial para la vida de la Iglesia.
Es claro que la vida consagrada tiene esencialmente una dimensión escatológica, es testimonio del mundo futuro, anticipa y visibiliza los bienes que esperamos. Pero en una sana escatología cristiana no se puede contraponer y hasta oponer el tiempo presente al fututo; los cristianos esperamos el futuro de la vida -una vida que es desde siempre y hasta siempre- don de Dios, no simplemente otra vida; esperamos el futuro del mundo –un mundo que es don de Dios para ser respetado y compartido-; no simplemente otro mundo. Cuanto más intensa es la esperanza en la vida futura, más nos comprometemos con la transformación del mundo presente según el plan de Dios. De este modo asumimos esta dimensión tan fundamental de la vida consagrada.
Lo importante es que todos busquemos la fidelidad a la vida consagrada que el Espíritu está inspirando para el futuro, y no cultivemos la nostalgia de lo que fue en otros siglos. Se ha hablado, con frecuencia, de “volver a lo esencial”. Es una expresión que expresa un deseo sincero de mayor fidelidad, pero que siempre tendremos que pronunciar con mucho cuidado; porque a “lo esencial” no se vuelve dando por supuesto que alguna vez estuvimos plenamente allí, a “lo esencial” nos tendremos que seguir acercando siempre porque es acercarse al seguimiento y a la imitación de Jesucristo, el único Señor.
La vida religiosa está viva, porque el Espíritu sigue llenándola de vida. Nos sabemos pobres y llenos de pecado. Pero estamos deseosos de seguir siendo fieles a nuestra vocación “en el corazón de la Iglesia y en las fronteras de la misión”.
www.masdecerca.com
Publicado: 17.11.2010
Cortesía de Vidimus Dominum – El Portal para la Vida Religiosa
Sito: www.vidimusdominum.org
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